lunes, 7 de enero de 2008

Claudia y el Ingeniero

Son las dos de la mañana y yo estoy acá, sentado en un sillón y con internet inalámbrico robado escribiéndote un e-mail. Pero el mío no es morado, porque yo soy una persona seria.

Esto de viajar como que le sienta bien a la cabeza; definitivamente uno ve las cosas más claras, como obligado a analizarlo todo desde la posición espectador. Además que viajar le desarrolla a uno las habilidades de vándalo del wireless, cosa que definitivamente no está nada mal y que - podría asegurarlo sin duda alguna - forma parte del proceso evolutivo del ser humano. De mono a hombre y luego a hombre que selecciona instintivamente de la lista de redes disponibles la que tenga mejor combinación de señal y no-encripción. Linksys3452, not secure, tres rayitas, matanga.

Procedamos. Así que acá desde mi posición ventajosa de claridad, que ya hemos discutido en el párrafo anterior y que por alguna razón que no comprendo seguimos discutiendo ahora, siento que puedo hablar del asunto que nos compete con mucha más calma y control. Ya que no existe duda de que todo el asunto en cuestión es culpa mía, de repente ayuda un poco para tu comprensión que te eche un pequeño cuento. El cuento es sobre cierto semi-ingeniero desesperante que llamaremos Chipi, sin temor a equivocarnos, y una individua bastante particular que llamaremos Claudia, sin temor a acertar. En algún punto Chipi decidió que Claudia era una tonta y que no había nada que hacer al respecto. Y la razón era bastante simple en realidad, porque siendo Claudia tan espectacularmente genial y siendo Chipi tan - y dame un ¡hurra! por el narcisismo - genial también, lo lógico hubiera sido que se juntaran amorosamente para conformar lo que por generaciones tras generaciones sería reconocido desde aquí hasta Pakistán como "el cénit de la genialidad, C.A.". Pero tú decidiste no hacerlo y yo, estupefacto, me miré a mí mismo y luego te miré a ti y sólo logré salir del trance tras balbucear un prácticamente inaudible "pues bien tonta que es...". Por el siguiente mes, aproximadamente, ese fue el mantra que me permitió seguir adelante con mis tareas regulares. Las probabilidades de que manejando, caminando, estudiando, comiendo o incluso durmiendo dejara escapar un repentino "¡tonta! ¡tontísima! ¡pero qué bruta!" eran considerablemente altas. Era un proceso de negación pasivo, bastante particular y seguramente parecido a algún síntoma de demencia.

Y estaba yo en ese estado de incredulidad y estupefacción cuando llegó la bestia, el aniquilador, el que no escucha de sentimientos: el ingeniero. Es de nuevo mi culpa por tener una doble personalidad tan desbalanceada y aterrorizante, pero la verdad es que no hay nada que hacer al respecto. El ingeniero vino armado con sus acostumbrados hierros y procedió a desgarrar sentimientos sin piedad hasta convertirlos en raíces cuadradas, números complejos y curvas asintóticas al eje x. Incluso quise buscar un símil simpatiquísimo para crear relación entre los viejos sentimientos y la métrica calculadora que quedó en su lugar, pero el ingeniero no trabaja con tal margen de error. Justiciero de la racionalidad, patrullero de la lógica. Y en mi cabeza, de repente, poco rastro de Claudia. Así que durante el siguiente mes nos hablamos incluso menos que el mes anterior. Nunca dejaste de gustarme, pero de repente no era capaz de conseguirte en mi cabeza. Lo primero en irse fue el olor de tu pelo y de ahí en adelante no hubo ya esperanza. El color de tus ojos, el sonido de tu risa, el calor de tus manos, la sincronía de nuestras mentes. Pero para acentuar la distancia siempre quedó ese último "no" de tu boca, cruel y resonante en mi cabeza día tras día; primero quitándome las fuerzas, pero ya a estas alturas haciendo de combustible para mejorarme cada día. Jamás te ganaste mi odio, pero en más de una ocasión te lo hubiera entregado sin pensarlo.

La tristeza cedió el camino a la seriedad imperturbable y no fue hasta casi montado en el avión que me di cuenta de que el ingeniero se había excedido en su labor de rescate de emergencia. Todo sucedió en un instante, pero la revelación se sintió en mí como si alguien hubiera notado casualmente que un elefante reposaba sobre mis hombros y lo hubiera desplazado de allí. El momento fue mágico: estando yo a un paso de desaparecer dentro de la pasarela que conectaba a la terminal con el avión, decidí voltear hacia atrás justo a tiempo para descubrir que del baño de mujeres salía disparado, sin pantalones, un niño de unos tres años; el niño, sin duda disfrutando de su recién conquistada libertad, hizo contacto visual con quien presumiblemente sería su padre, que lo esperaba cerca de la puerta del otro baño, y arrancó a correr en dirección opuesta con el rumbo fijo y certero hacia una máquina de Coca-cola. Cuando llegó a la máquina se detuvo en seco, se sentó y esperó a la llegada de los padres, cuyas caras consternadas hacían contraste perfecto con su cara de felicidad. No fue hasta que solté la carcajada que entendí que llevaba un mes sin reirme.

Así que llegué a este apartamento foráneo pero fresco y fue como entrar a un mundo nuevo. Busqué todas las maneras familiares de descargar mi risa y finalmente encendí la computadora. Sonriente, descubrí que tenía un e-mail nuevo, escrito en morado, en el que me deseabas feliz viaje. Entendí que te debía una explicación y un par de meses de risas y empecé a escribir este correo.

Ahora son las tres cuarenta de la madrugada. El internet inalámbrico se mantiene fiel a su nuevo dueño. Google dice que no existe tal cosa como "el cénit de la genialidad, C.A." y a mí no me gusta discutir con Google, así que acepto que es así.

Tendrían que inventar un buscador para lo que pudo haber sido.

1 comentario:

alexandra dijo...

posteaste esto el día de mi cumpleaños, pero otro mes. casi.