domingo, 16 de diciembre de 2007

Amor y gramática

Quise amarte. Quise verte entera, completa, de pies a cabeza, desde tu niñez hasta tu futuro, desde tus errores hasta mis brazos y entenderte perfecta. Quise quererte tanto que no me importaran tus defectos, que no me dañaran tus espinas, que no tuviera que pensar jamás en que pudiera existir algo diferente a tú y yo. Quise que mis adjetivos te adularan, que mis preposiciones trazaran caminos hacia ti, que mis sustantivos te complementaran y que mis adverbios nos llevaran a tiempos y lugares pensados exclusivamente para nosotros. Quise que al pensarte, mis ideas te hicieran reverencia.

Pero nunca pude amarte y nunca quisiste que te amara, así que poco a poco mis palabras fueron escapando de ese universo mentiroso, de ese paraíso de adjetivos pomposos, para chocar contra una realidad dura pero refrescante. Y fue así, gracias a ti, que mi lírica se abrió camino entre una lista restringida de verbos hasta encontrar nuevas maneras de expresarse, hasta conseguir una familia de palabras que le hiciera justicia a los sentimientos. Para poder sobrevivir, mis pensamientos se vieron obligados a descubrir maneras de llegar a ti sin tener que hacer uso de los pronombres posesivos y mi corazón finalmente se revolcó entre nuevos tiempos verbales aprendidos, que anteriormente no podía ni imaginar que existieran: empecé a pensarte en pretérito, a sentirte en antecopretérito, a soñarte en antepospretérito.

Quise. Abrazare. Había soñado. Habría amado. Hubiese querido. Hubiere besado. Hubiésemos estado. Habríamos andado. Hubiéremos sentido. De repente, las posibilidades eran infinitas.

Cuando no pude atarte al pasado con mis sentimientos, lo hice con palabras. Si te pienso en presente te pienso lejos, si te pienso en futuro te pienso muerta. Pero mi pretérito, ese lugar recóndito donde conviven las sensaciones de todo lo vivido, se lo dedico todo a nuestro amor.

sábado, 22 de septiembre de 2007

lunes, 30 de julio de 2007

Once in a lifetime... and never again

En algún punto de mi adolescencia, con casi total seguridad entre el '99 y el 2000, mi familia realizaba viajes frecuentes a Miami por razones de negocio; viajes a los que mis hermanos y yo -ellos mucho mayores y, por tanto, mucho más disgustados- nos veíamos arrastrados sin derecho a pataleo. Nunca nos gustó Miami como lugar vacacional, y el escenario repetitivo era el de los hermanos anti-playa sentados en la sala del apartamento, refugiados bajo el aire acondicionado y pasando el rato con la tele, los libros y ocasionalmente la piscina mientras los padres volvían de alguna reunión.

Por las noches íbamos regularmente a alguna librería americana gigantesca y nos echábamos por separado en las alfombras a leer como si estuviéramos más bien en una biblioteca. Mis ratos los pasaba en los estantes de humor o de juegos de video, a veces en los de literatura adolescente coqueteando con las primeras páginas de libros que no estaba seguro si pondrían a prueba mi inglés hasta niveles en los que inevitablemente me vería derrotado. Lo cierto del caso es que pocas veces me llevaba un libro a la casa, consecuencia de lo cual era que la televisión se convertía en mi principal distracción.

Por alguna u otra razón -tal vez para sacarme de mi miseria, tal vez porque en ese momento se le ocurrió que podía ser buena idea- mi hermano mayor me sugirió que comprara un libro: Harry Potter and the Sorcerer's stone. El acto de comprar el libro no lo recuerdo con claridad, pero sí recuerdo varios días consecutivos en los que no pude separar mis ojos de sus páginas. Ese libro, desconocido para mí y todavía no muy conocido para el mundo entero, condensó en sus páginas un simboismo inmenso en cuanto a mi crecimiento se refiere: la conquista del primer libro relativamente largo en otro idioma y la iniciación a la lectura por placer. Encantado con lo que encontré tras esa carátula tapa dura -¡qué intimidantes que eran las carátulas tapa dura para mí!- busqué desesperado el segundo volumen de la saga y eventualmente el tercero: los únicos que habían sido publicados hasta el momento. Los siguientes cuatro libros de la saga los compré el día de su publicación -con la excepción, creo, del quinto libro- y me los devoré cada uno en pocos días; la saga la releí unas cuantas veces, incluyendo la relectura religiosa que venía acompañada con la salida de cada libro. Si cuando cerré el primer libro alguien me hubiera dicho que todo eso pasaría, no lo hubiera dudado ni un momento.

Pero hubo algo que hasta ahora no comprendí, algo que me llena de alegría: mi descubrimiento de Harry Potter se vio envuelto en una especie de autonomía que me hace sentir a esos siete libros más míos, me obliga a colocarlos más cerca de mi corazón. Y es que antes de enamorarme de las líneas de los libros, no fui objeto de ninguna expectativa creada en su entorno, no sentí una presión a amar u odiar el libro, no existía esa especie de castigo a la indiferencia que acompaña a las obras de alto peso cultural, según el que se espera que cada ser inteligente formule una opinión personal con respecto a la obra y se atenga a ella. Hoy, 30 de julio de 2007, nadie es capaz de leer Harry Potter y olvidar que lo leyó; el libro arrastra consigo un peso tal que obliga al nuevo lector a evaluar sus páginas con ojo crítico: ya sea con o sin predisposición, es virtualmente imposible que alguien tome un libro de Harry Potter sin tener al menos una vaga idea de qué es lo que encontrará dentro.

Es así que entiendo que la oportunidad que tuvimos yo y todos los que empezamos a leer a Rowling hace tanto tiempo es prácticamente irrepetible. Así como no es fácil leer El Señor de Los Anillos, Cien años de soledad, Rayuela o Dracula (sin ánimos de comparar ninguna de las obras entre ellas) sin etiquetarlos como "clásicos" y sin sentir que las obras pesan entre las manos mucho más que el el peso acumulado de las hojas de papel que las conforman, será muy poco probable que algún niño se tope con los libros de Harry Potter accidentalmente y experimente gracias a ellos la sensación de haber realizado un descubrimiento invaluable; y aunque lo haga, le bastará con mirar a los lados para entender que antes que él hubo muchos más. Por eso hoy yo sonrío cuando entiendo que al cerrar ese libro aquel verano pude haber olvidado a Harry y sorprenderme luego al ver el revoloteo que se armó a su alrededor, pero que en cambio le abrí mi corazón y por mí mismo, apenas entrando en la adolescencia, decidí que lo que estaba leyendo me gustaba. Quién sabe si alguna vez en la vida tendré otra oportunidad como esa.

lunes, 11 de junio de 2007

El sermón de la montaña

A continuación mi primera aproximación a la escritura para teatro. Disfruten.

Juan: ¿A dónde vamos hoy?
Pedro: A la montaña.
Judas I: ¿A la montaña? ¿Otra vez?
Pedro: Sí, a la montaña. Otra vez.
Judas I: ¿Será que no se cansa de ir a la montaña?
Juan: Dice que tiene algo importante que decirnos.
Judas I: “Todo lo que él dice es importante”...
Pedro: Todo lo que él dice es importante.

Entra Jesús.

Jesús: Muchachos, ¿listos?
Juan: Listos. ¿A dónde vamos?
Jesús: A la montaña.
Judas I: ¿A cuál montaña?

Todos menos Jesús lo miran con cara de “cállate”


Jesús: (dulcemente) A la única montaña. A LA montaña.
Judas I: Ah... ESA montaña…

Judas I y Juan se adelantan y salen.

Pedro: Yo sé que todo lo que tú dices es importante. Pero lo de hoy es más importante, ¿verdad?
Jesús: Mucho más importante.
Pedro: ¿Pero más importante tipo panes-y-peces o más importante tipo sólo-los-tal-y-tal-van-al-reino-de-los-cielos?
Jesús: (respira profundo, pone cara de “te voy a dar un lepe”, luego exhala, se sienta y dice) No sé, creo que lo que voy a decir no le va a gustar a unos cuantos.
Pedro: oh oh. (Se sienta con él)
Jesús: Es que… es que… no están preparados.
Pedro: ¿Adulterio?
Jesús: Ajá.
Pedro: Tú sabes que esa es de las cosas que te hacen menos popular.
Jesús: Yo sé... pero es que está mal. El adulterio está mal.
Pedro: ¿Hasta para los hombres?
Jesús: Sí, Pedro...
Pedro: ¿Hasta con una mujer que nadie quiere y sin que tu esposa se entere?
Jesús: Pedro, con que mires a otra mujer es suficiente.
Pedro: ¡¿Sí?!
Jesús: Sí…
Pedro: Bicho.
Jesús: Yo sé. Mira, si miras a otra mujer es preferible que te arranques el ojo y lo botes por ahí, a que todo tu cuerpo vaya al infierno.
Pedro: Eso no lo digas.
Jesús: Lo tengo que decir.
Pedro: Bicho...
Jesús: Y creo que hoy voy a decir lo de las bienaventuranzas también.
Pedro: Uy, esas son bien finas. (Con voz de ser omnipotente) “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”. Esa es mi preferida.
Jesús: Esa es fina.
Pedro: Esa es la preferida de todos.
Jesús: ¿Sí?
Pedro: Sí, se siente bien decirla en alto.
Jesús: No lo había pensado...
Pedro: ¿Cuál es tu preferida?
Jesús: Todas son igual de importantes.
Pedro: ¿Pero cuál es así la que más te gusta de todas?
Jesús: Emmm... no sé, supongo que la de “Bienaventurados los misericordiosos...”.
Pedro: Ah, esa es fina. Todas son finas.

Entra Juan

Juan: Judas me desespera, me saca de mis casillas.
Pedro: ¿Qué se hizo?
Juan: Fue a buscar las cosas para subir a la montaña, yo qué sé. ¿Y de qué hablan?
Pedro: Bienaventuranzas.
Juan: ¡Uuuuu! ¿Las va a decir hoy?
Pedro: Ajá.
Juan: (Con voz de ser omnipotente) “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”.
Pedro: ¿Ves?
Jesús: Veo.
Juan: ¿Qué?
Pedro: Nada.
Jesús: Yo me voy a preparar. En media hora subimos.

Se va Jesús y entra Mateo, el que escribió el evangelio del sermón de la montaña.

Mateo: Hola.
Pedro: Epa.
Juan: ¿Qué más?
Mateo: Fino, un poco nervioso.
Juan: ¿Por?
Mateo: Hoy me toca a mí tomar nota.
Juan: ¿Y entonces?
Mateo: Bueno, que lo que va a decir es un poco desquiciado.
Pedro: ¿Cómo sabes, qué te dijo?
Mateo: Me dio una copia del discurso. Yo creo que se volvió loco.
Juan: ¿Por qué, qué dice? A mí nunca me cuenta lo que va a decir...
Mateo: No, me dijo que no les dijera, pero créanme que se volvió loco. Aunque bueno, casi todo lo que va a decir es importante.
Pedro: Todo lo que él dice es importante.

Silencio. Todos miran a Pedro.

Pedro: ¿Qué?
Mateo: Nada. Juan, puedo adelantarte algo que no creo que le moleste. Hoy va a decir las bienaventuranzas.
Juan: (Emocionado) ¡Sí, sí! Ya me dijo.
Mateo y Juan: (a la vez y con voces de seres omnipotentes) “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”.
Pedro: Esa es la preferida de todos.
Mateo: Yo sé, ¡Y a mí me toca transcribirla!
Juan: (Sincerísimamente) Qué fino...
Mateo: Finísimo... ¿Y Judas?
Juan: No sé, yo lo dejé por allá, camino a la montaña.
Pedro: ¿Todos los demás están adentro?
Mateo: Ajá, ya estamos casi listos para subir, solo faltan Judas y Simón.
Pedro: Yo estoy acá.
Mateo: No, el otro Simón.
Pedro: Ah...
Juan: Judas estaba con Santiago.
Mateo: ¿Santiago grande o Santiago chiquito?
Juan: Santiago grande.
Mateo: Qué raro, él se la pasa con Santiago chiquito.
Juan: Nonono, yo digo Judas T.
Mateo: Aaaah... ya va, cuando yo te pregunté por Judas ¿tú me respondiste por JT o por Judas I?
Juan: ¿La primera o la segunda vez que me preguntaste?
Mateo: Te pregunté una sola vez, la otra vez me dijiste tú por voluntad propia.
Juan: ¿Sí?
Mateo: Sí.
Juan: ¿Seguro?
Mateo: Te lo juraría, pero el sermón de hoy dice unas cosas sobre jurar y me da un poco de miedo.
Juan: Bueno, yo andaba con Judas I.
Mateo: Ah, yo decía era JT.
Juan: JT estaba con Santiago.
Pedro: Grande.
Juan: Eso.
Mateo: Eso no es tan raro.
Juan: Y capaz Judas I fue a buscar a Santiago.
Pedro: Chiquito.
Juan: Eso.
Mateo: No creo, Santiago Chiquito estaba adentro bucando a Simón.
Pedro: Yo estoy acá.
Mateo: El otro Simón.
Pedro: Ah...

Entra Jesús.

Jesús: Simón.

Silencio.

Jesús: ¿Simón?
Pedro: ¿Yo?
Mateo: Claro que tú, ¿acaso ves al otro Simón?
Jesús: No peleen. ¿Han visto a Simón?
Pedro: Aquí estoy.
Jesús: No, el otro Simón.
Mateo: Creemos que puede estar con Santiago.
Pedro: Chiquito.
Mateo: Eso.
Jesús: No, Santiago estaba con Judas.
Juan: Oh, cielos... yo me rindo.

Juan se va.

Jesús: Mejor vayan a la base de la montaña a esperar a que todos lleguen. Nos vemos allá en diez minutos.

Se van Mateo y Pedro, queda Jesús solo.

Jesús: Papá.
Voz: Hijo.
Jesús: ¿Tengo que decir lo del adulterio?
Voz: Sí, Hijo.
Jesús: ¿Seguro?
Voz: Sí, es importante.
Jesús: ¿Por qué?
Voz: Porque así no te van a ver tan feo cuando digas lo de la otra mejilla.
Jesús: Tiene sentido...
Voz: Yo sé.
Jesús: ¿Osea que no es verdad?
Voz: Claro que es verdad. Hijo, ¿estás bien? No parecen cosas tuyas, tú sabes que...
Jesús: (lo interrumpe) Yo sé, yo sé “No dirás falso testimonio ni mentirás”, perdón.
Voz: Tranquilo.
Jesús: Bueno, al menos me toca decir las bienaventuranzas.
Voz: Esas son bien finas, ¿verdad?
Jesús: Finísimas (imitando a la voz) “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”.
Voz: Chao Hijo, suerte.
Jesús: Gracias.

sábado, 12 de mayo de 2007

Los zapatos verdes

Más allá de tus zapatos verdes, no recuerdo mucho más del día que te vi por primera vez. Entre tanta gente y tanto ruido, esos destellos lejanos de verde despertaron en mí impulsos inexplicables de darles cacería, pero me contuve. Y estaba saliendo del cine cuando los vi de nuevo, como un rayo en la oscuridad.

Los vi con cara de "creo que te recuerdo de algún lado" y me sorprendió que de tu boca salieran exactamente esas palabras. Paseamos un rato, subimos escaleras, compramos pequeñeces y apenas te perdí de vista, disfruté estrenando tu número enviando ese "¿viste? te dije que sí te iba a escribir"... no fue hasta llegar a la casa que me di cuenta de que no recordaba tu cara. La siguiente vez me bastó con buscar las estelas verdes entre las piernas de la multitud y con extenderte mi mano y regalarte mis oídos y mis palabras para entender que tu cara era cada vez menos importante. Cuando íbamos a lugares privados era más fácil, porque había menos posibilidad de confusión y cuando nos besamos lo hice con los ojos cerrados porque así es como se besan los amantes verdaderos.

Me dije que ya no hacía falta que viera tu cara, porque me había logrado enamorar de ti sin hacerlo. Podía verte a los ojos, susurrarte al oído, arreglarte el cabello y aún así jamás ver tu rostro... y aún así saber que eras hermosa. Supe que por fin entendiste lo que pasaba cuando un día al encontrar tus ojos me conseguí con mi misma mirada... era casi poético como podíamos tocarnos sin vernos, como podíamos sentirnos y amarnos y tenernos el uno al otro sin importarnos nada más que lo que en realidad éramos.

El mejor recuerdo que tengo de tus zapatos verdes fue cuando te los quité por primera vez. Deshice las trenzas a la vez que recorría en retroceso todos los recuerdos de rayos verdes en mi mente. Los vi subiendo al autobús, los vi bajando escaleras de espaldas, te oí preguntarme si no me recordabas y luego me oí a mí pensando lo mismo mientras reconocía ese destello verde en la oscuridad del cine. Pero luego tuve el verde en mis manos y lo dejé caer. La primera vez que dejaba caer los zapatos verdes. La primera vez que retrocedía en mis recuerdos. La primera vez que fuimos uno.

Para ese entonces ya ni siquiera se nos pasaba por la mente la idea de vernos a las caras.

Para mí siempre fuiste la mujer más hermosa del planeta. De todas las caras que vi, de todas las mujeres que me crucé en la vida, siempre supe que ninguna era tan bella como tú. Era casi poético como podíamos tocarnos sin vernos. Vi los zapatos entre el ruido. Los vi en el cine. Bajando del autobús. Subiendo las escaleras. Deshice tus trenzas y reviví el mejor recuerdo de tus zapatos verdes. Los tomé esa mañana de la cama, donde los habías dejado, y supe que ese sería el peor. Sabías que si no los dejabas para mí, no hubiera sido capaz de recordarte.

Pero también sabías que si los llevabas contigo, hubiera podido volver a encontrarte.