jueves, 24 de julio de 2008

El Dilema

Premisa: prohibido usar los verbos "ser", "estar" y "haber" y sus conjugaciones. Prohibido usar las palabras "que" y "porque". Narración en primera persona. Máximo 20 líneas en Times 12 (Word) y desenlace en máximo 4 líneas.

Tomé una Biblia en cada mano: de un lado, la copia fiel hospedada desde siempre junto a mi cama; del otro, su recién adquirido reemplazo. Contemplé el viejo ejemplar y me pregunté cómo disponer de él. Repasé sus heridas de guerra: esquinas gastadas, páginas rotas, lomo desprendido; no parecía viable regalarla. Tampoco guardarla, pues sólo tenía necesidad de una Biblia. Además, me daba vergüenza donar algo en ese estado. Consideré por útlimo echarla a la basura; al instante me sentí un poco menos cristiano.

¿Cómo disponía entonces la gente de sus viejas Biblias? Llamé a algunos amigos: muchos no tenían Biblia, pocos tenían la costumbre de revisarla – y la mantenían guardada en un estante – y ninguno me tomó en serio. “Guárdala donde quepa” parecía ser el consenso general entre ellos. Luego hablé con algunos Hermanos de mi viejo colegio: hombres de Iglesia con una visión religiosa extremadamente simple y clara. “Dónala, no importa cuán gastada se encuentre”, me dijeron. Si pudieran ver su verdadero estado no dirían eso, pensé.

Supuse entonces a miles de personas en mi situación e imaginé a las Biblias como objetos indestructibles. El miedo a la simbología implícita en el acto de destruirlas nos impediría para siempre deshacernos de ellas y un día nos encontraríamos ahogados en mares infinitos de Biblias, sin posibilidad de defendernos.

Llegué entonces a una decisión: puse la Biblia en una bolsa y la tiré por el ducto de basura. No lo hice para evitar ese futuro hipotético, ni para probarle nada a nadie. ¿La razón? El Único a quien me dolería ofender, pensé, seguramente no le daría importancia.

jueves, 17 de julio de 2008

El Boceto

El timbre del teléfono a las tres de la madrugada de ese martes no pudo haber significado nada más. Escuché cómo fue descolgado y devuelto a su base apenas quince segundos después, seguido del encendido de una luz y la apertura del guardarropa del cuarto de mis padres. Ya todos teníamos un traje oscuro listo para ser usado, aunque ninguno lo hubiera admitido. Había muerto mi abuelo.

Fue tres años después que me dispuse a registrar sus antiguas pertenencias en busca de algún tesoro olvidado, alguna camisa antigua a la que la moda cíclica hubiera devuelto vigencia o algún recuerdo que solo tuviera valor para mí. Pero, sobre todo, quise buscar el boceto.

Abrí la puerta de su estudio con ese cuidado reverente que caracteriza las acciones de quienes usurpan las viviendas de los fallecidos. Un escritorio majestuoso amenazaba con atacar a cualquier intruso y defendía a una silla de cuero que hace tiempo había perdido la esperanza de volver a soportar el peso de su dueño. Las paredes estaban cubiertas con retratos de mi abuelo junto a otros directivos del banco y algunas repisas mostraban, orgullosas, trofeos y fotos de los caballos más exitosos que tuvo; mi padre me hubiera podido contar la historia de cualquiera de ellos con exquisito detalle. Cerré la puerta detrás de mí y di tres pasos hacia adelante, hasta situarme en una aproximación del centro exacto de la alcoba. Recordé a mi abuelo sentado en la silla de cuero, registrando las gavetas y sacando del fondo de la gaveta más baja un billete de cinco mil bolívares: era una ceremonia que hacía casi todos los domingos para los primos, y que repitió siempre para mí, el único de nosotros que nunca se aburrió del tonto ritual. Sonreí; lo único que me separaba de ese momento era una capa de polvo.

Casi pidiendo perdón a los retratos, decidí perpetuar el leve sacrilegio y sentarme en la silla de cuero. El polvo que levantó mi peso ocasionó una tos contra la que no quise luchar, aceptándola como la menor de las consecuencias de mi intrusión en este espacio. Abrí las gavetas y las descubrí vacías; no me sorprendió: ya al entrar noté algunas irregularidades en la capa de polvo que delataban ciertas usurpaciones previas. El reloj de péndulo, el esquinero, la lámpara de escritorio – todos en casa de algún hijo o nieto. Dudé por un instante si en realidad conseguiría el boceto.

El dibujo en cuestión solía pasar desapercibido, pero bastaba admirarlo fijamente por más de diez segundos para comprender que tenía algo mágico. Los trazos de grafito parecían accidentales, pero a la vez revelaban la intimidad indefensa de una casa en un bosque. La fuerza del retrato era tal que uno casi podía sentir compasión por la triste cabaña, deseos de habitar en ella para hacerle compañía. Me gustaba perderme en el boceto por minutos e imaginar a unos hipotéticos hijos jugando en los linderos de los árboles vecinos. En una ocasión, mi abuelo me sacó del trance en el que me colocaba la cabaña diciendo "Casi más nadie sabe que es un original de Reverón"; fue lo último que me dijo con completo uso de razón. Un día, el boceto ya no estaba.

Para nadie fue fácil lidiar con la locura que atacó a mi abuelo. Era terrorífico ver a un hombre que siempre fue tan lúcido estar fuera de sí. Cuando por fin se dormía todos parecíamos pensar "¿Qué será lo que nos espera a nosotros?". Pero al principio, sobre todo al principio, los momentos de lucidez eran frecuentes. Luego de su muerte fui descubriendo poco a poco, en conversaciones familiares, que la mayoría de sus travesuras secretas me las confió solamente a mí, y casi todas en esos momentos de lucidez. Fue cuando hice ese descubrimiento que recobré la esperanza en el boceto.

Estiré el brazo y busqué a ciegas bajo la silla el relieve de una pequeña llave, como lo descubrí haciendo en una ocasión - creía yo que por error. Retiré la llave; la cerradura de la gaveta inferior parecía un poco dañada, pero no forzada: todos sabían que las cosas de verdadero valor las guardaba en la caja fuerte. Al fondo de la gaveta, bajo una pila de billetes de cinco mil bolívares, me invitaba tristemente el boceto laminado de una cabaña, un bosque, unos trazos casi accidentales.