miércoles, 12 de octubre de 2011

Desesperanza

No sé cuántas veces había imaginado este momento: el momento en el que mi relación con Paula por fin se definiría en algo con nombre y apellido. Sentada frente a mí, me explicaba que ella y yo éramos diferentes, que no había química, que mi valor como amigo escapaba mesuras pero nunca se adentraría en lo romántico. Yo asentía y le regalaba toda mi cordialidad.
Paula fue un acertijo que tardé casi un año en descifrar - y cuando por fin di con la solución, me encontré con un “demasiado tarde”. El momento en el que nos dijimos que la fuerza de nuestro lazo era la amistad fue el momento en el que dejamos de ser amigos. La verdadera fuerza de nuestro lazo radicaba en la esperanza: mi esperanza remota en que mi sentimiento fuera correspondido y su esperanza en que yo pudiera aguantar un poco más en mi burbuja de sueños para no tener que decir adiós tan pronto.
Ese día pretendimos que la despedida era en verdad una nueva esperanza y cada uno exhaló por fin al llegar a su casa: nueve meses después de empezar habíamos revelado nuestras manos de póker y, para bien o para mal, había ganado la casa.

martes, 2 de agosto de 2011

Rompecabezas

Natalia y yo calzábamos como un rompecabezas. Y no en un sentido metafórico sino más bien en uno puramente físico. Podíamos dormir abrazados con una comodidad pasmosa - nunca, ni antes ni después, he podido conseguir la manera de amoldar mi cuerpo a ningún otro con tanta facilidad. Nuestros brazos eran cilindros de plastilina, nuestros cuerpos masa y molde. Cuando éramos uno, no había manera humanamente posible de conseguir la línea divisoria. El sellado era hermético - la integración, total. Nuestras fisicalidades, juntas, emulaban a una estatua de Shiva: dibujaban una harmonía casi mística, retrataban una paz que trascendía lo físico y penetraba en lo surreal.

La primera vez que desperté con ella en brazos, necesité cuatro minutos enteros para hacer sentido de mi posición inverosímil antes de siquiera abrir los ojos. Mi cuerpo se sentía pesado, caliente; mi humanidad se sentía compleja. En el desconcierto del recién despertado comprendí vagamente que lo que mi mente asumía como mi cuerpo no era sino la suma de nuestras dos humanidades. Me costó discernir la separación no porque me encontrara desorientado, sino porque la ranura que nos separaba era irreconocible. Cuando por fin abrí los ojos me conseguí una sonrisa vaga recostada sobre mi pecho, unos ojos sellados que descansaban serenos e imaginaban algún mundo fantástico y lejano. Cuando pienso en Natalia, mi mente salta inmediatamente a esa imagen, esa sonrisa, esa confusión de cuerpos.

Natalia y yo. Calzado perfecto.
Empuje las dos piezas hasta escuchar que hagan clic.

Clic.

lunes, 30 de mayo de 2011

Manolo

Hace años relataba la historia de mi encuentro con la tumba del gran Soto y, para describir al jardinero que se hizo camino entre las lápidas hasta encontrar la piedra blanca del artista cinético, quise evocar la imagen de un chofer veterano descifrando el laberinto de una ciudad que vio crecer.
Esa ciudad era Caracas. Ese chofer era Manolo.
Manolo era un ancla. Un personaje de aquellos que ya son viejos cuando uno nace pero a la vez nunca envejecen. Vivo desde siempre y desde siempre así de viejo, sabía todo sobre Caracas porque fue taxista. Sabía todo sobre mi familia porque llevó a mi papá y a mis tíos al colegio. Vivía en una casita por La Candelaria porque su verdadera casa estaba en las Islas Canarias - pero Manolo no veía razón para volver a las Islas y no las visitaba desde que era un niño. Y Manolo siempre había sido viejo.
A la hora de cualquier viaje, era siempre Manolo el que nos llevaba al aeropuerto. Los cinco en la camioneta más Manolo al volante: la única manera de que mi papá cediera el timón era si estaba Manolo. En parte por cariño, en parte por respeto y en parte por costumbre. No puedo recordar a mi papá sentado en el asiento de copiloto sin recordar también a Manolo.
Para echadores de broma, Manolo. Con él siempre había que estar en guardia: ataques de cosquillas, maniobras automovilísticas relativamente cuestionables, acercamientos sigilosos - todos parte del arsenal de Manolo. Pero en nuestra cuenta personal quedamos empatados a uno. Con apenas cuatro años le aventé una caja de cigarros por la ventana del carro para que dejara de fumar. Cuando cumplí 18 me atormentó durante mi prueba de manejo hasta el punto en el que quedé inmóvil y aplazado.
Manolo trabajó unos años en el negocio de mis padres. Manejando - siempre manejando. Transportando mercancía, manteniendo los carros y ganándose la simpatía de quienquiera que se cruzara en su camino. En una localidad en la que mi papá era símbolo de autoridad era increíblemente refrescante oir el grito áspero de Manolo tratándolo como si fuera su hijo.
Manolo era Obi-Wan, Sabina y Clint Eastwood. Cuando, con setenta u ochenta (¿Quién sabe, cuando se trata de Manolo?) volvió a su Isla y preguntó por su madre, inmediatamente lo llamaron por su nombre. Regresó sin palabras, y por primera vez en sus ojos vi a Manuel, el niño. El círculo estaba completo.
Si alguien maneja la carroza que va al Cielo, ese alguien es Manolo.
Leven anclas.