Solamente una vez la vi llorar. Era el partido final del clasificatorio a los Nacionales y el equipo desperdició una ventaja de dos sets. Ella desperidició una ventaja de dos sets. Porque ella era el equipo. Y el equipo era ella.
Cuando saltaba para rematar una pelota colocada, cada alma en el polideportivo aguantaba el aliento. Dos piernas imposiblemente largas la impulsaban hacia las alturas y en el punto más alto de su vuelo se detenía como flotando. La pelota seguía ascendiendo hacia la cúspide de su arco pero ella se mantenía inmóvil, inmune a los caprichos de la gravedad. De la nada un espasmo sacudía su cuerpo y cada uno de sus músculos se concentraba en estrellar el balón en la cara de algún desafortunado oponente. No sé cuántos dedos oí quebrarse en bloqueos inútiles, cuántas veces reconocí auténtico terror en el rostro del receptor de tan perfecto mate. Luego volvía al suelo lista para continuar el punto: ella era la única que contemplaba la posibilidad de que su ejecución no fuera perfecta.
Ya cuando su vida empezaba a tomar un giro que la alejaría para siempre del voleibol, la pierna de Marta decidió ceder y acelerar el proceso. En el exacto momento en que se oyó el "crac" que dejó escapar su rodilla, pude descubrir en sus ojos el entendimiento de que su último mate ya había pasado. Ni ella ni yo consideramos nunca la posibilidad de su vuelta. Si nos preguntaran, ninguno sabría quién ganó los Nacionales de ese año.
Hoy Marta comparte mi cama, mi vida y mis horas. Siempre baja del autobús con la pierna izquierda y prefiere utilizar el ascensor cuando es posible. Sé reconocer en su cara cuando piensa en el vóley porque sus ojos recuperan ese aire desafiante. Y porque a veces en ellos se forman lágrimas. Lágrimas que sólo he visto correr libremente una vez: cuando el equipo, cuando ella, desperdició aquella ventaja de dos sets.
viernes, 31 de julio de 2009
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