Hace años relataba la historia de mi encuentro con la tumba del gran Soto y, para describir al jardinero que se hizo camino entre las lápidas hasta encontrar la piedra blanca del artista cinético, quise evocar la imagen de un chofer veterano descifrando el laberinto de una ciudad que vio crecer.
Esa ciudad era Caracas. Ese chofer era Manolo.
Manolo era un ancla. Un personaje de aquellos que ya son viejos cuando uno nace pero a la vez nunca envejecen. Vivo desde siempre y desde siempre así de viejo, sabía todo sobre Caracas porque fue taxista. Sabía todo sobre mi familia porque llevó a mi papá y a mis tíos al colegio. Vivía en una casita por La Candelaria porque su verdadera casa estaba en las Islas Canarias - pero Manolo no veía razón para volver a las Islas y no las visitaba desde que era un niño. Y Manolo siempre había sido viejo.
A la hora de cualquier viaje, era siempre Manolo el que nos llevaba al aeropuerto. Los cinco en la camioneta más Manolo al volante: la única manera de que mi papá cediera el timón era si estaba Manolo. En parte por cariño, en parte por respeto y en parte por costumbre. No puedo recordar a mi papá sentado en el asiento de copiloto sin recordar también a Manolo.
Para echadores de broma, Manolo. Con él siempre había que estar en guardia: ataques de cosquillas, maniobras automovilísticas relativamente cuestionables, acercamientos sigilosos - todos parte del arsenal de Manolo. Pero en nuestra cuenta personal quedamos empatados a uno. Con apenas cuatro años le aventé una caja de cigarros por la ventana del carro para que dejara de fumar. Cuando cumplí 18 me atormentó durante mi prueba de manejo hasta el punto en el que quedé inmóvil y aplazado.
Manolo trabajó unos años en el negocio de mis padres. Manejando - siempre manejando. Transportando mercancía, manteniendo los carros y ganándose la simpatía de quienquiera que se cruzara en su camino. En una localidad en la que mi papá era símbolo de autoridad era increíblemente refrescante oir el grito áspero de Manolo tratándolo como si fuera su hijo.
Manolo era Obi-Wan, Sabina y Clint Eastwood. Cuando, con setenta u ochenta (¿Quién sabe, cuando se trata de Manolo?) volvió a su Isla y preguntó por su madre, inmediatamente lo llamaron por su nombre. Regresó sin palabras, y por primera vez en sus ojos vi a Manuel, el niño. El círculo estaba completo.
Si alguien maneja la carroza que va al Cielo, ese alguien es Manolo.
Leven anclas.
1 comentario:
Imagino en Manolo, a ese personaje que de a poco van marcando nuestras vidas con detalles simples cuyo peso específico ignoramos de a momentos. A esas personas yo las califico de "familia extendida".
Una vez me provocó escribir en honor a un ser querido y pese al nudo que se me hizo en los dedos, consideré que era una forma de expresar mi afecto y admiración por esa persona y un bello gesto.
Saludos Chipi.
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