martes, 1 de agosto de 2006

Crónicas Parisinas: de cementerios y tesoros.

En París, los cementerios son museos.

Es difícil no sentir un poco de morbo, no asquearse un poco con la sensación de turista americano cuando, en short y polo, bajo el sol y con un mapa del lugar en la mano te oyes diciendo "¿Tú ves a Cortázar? Yo no lo encuentro por ningún lado". Pero es el mismo morbo que sentiste en el cementerio de Père-Lachaise con Oscar Wilde, con Molière, Seurat, La Fontaine, Pisarro, Edith Piaf... la misma sensación de turista americano que sentirás cuando te tomes la foto con la tumba de Ampère. Pero en ese momento, cuando sonrías junto a la tumba de aquel físico, orgulloso de estar parado junto a los restos de un hombre cuyo apellido usas cada vez que hablas de intensidad de corriente eléctrica, ya vas a estar demasiado acostumbrado.



Mi primera experiencia en un cementerio parisino fue en el cementerio de Père-Lachaise. A pocos pasos de alguna estación de metro, cruzamos una de las puertas y nos topamos con un gran mapa, uno de esos afiches aparatosos de centro comercial, con una lista de nombres ordenados alfabéticamente e identificados con números, como para poder encontrarlos en el mapa, y hasta con una flechita de esas de "Usted está aquí". Los nombres de la lista, por supuesto, eran los de la gente famosa enterrada allí. Yo, sin recuerdos previos demasiado claros de algún otro cementerio, cualquier otro cementerio, sencillamente no encontraba manera de entender la inmensidad de este. Compramos un mapita plegable por dos o tres euros y asumimos que lo siguiente que se hacía era seleccionar las tumbas que querías ver de aquella lista de nombres, duplicada en el mapa plegable. Entonces chequeamos los nombres que queríamos ver, trazamos en bolígrafo la ruta óptima sobre el mapa y empezamos a caminar. El mapa parecía pensado con un grado de imprecisión impuesto adrede, medido por un experto de manera tal que, entre el dibujo y la arquitectura propia del lugar, cada tumba tuviera una manera particular de conseguirse. Y así, dejas que cada tumba te sorprenda a su manera, algunas están entre arbustos olvidadas y cubiertas de maleza, algunas las consigues siguiendo a los guías turísiticos, otras casi te saltan encima desde la orilla del camino y otras tantas te hacen buscar el nombre del sujeto en cuestión entre una lista de nombres familiares tallados en piedra; unas cuantas evocan recuerdos y casi todas están cubiertas de flores, fotos, poemas, monedas o besos marcados en la piedra. Poco a poco, el cerebro empieza a aislar el mundo exterior y ni siquiera recuerdas que fuera de estos muros transitan carros, autobuses, peatones, personas con vida... olvidas que estás en la civilización, solo entiendes que eres tú, junto a tu equipo y tu mapa en la búsqueda del tesoro. Luego de algunas horas caminando, con el mapa rayado a medias y las piernas empezando a quejarse, empiezas a medir todo en pasos, empiezas a pensar con lógica de cazador, de arqueólogo, de pirata codicioso. Y cada vez que encuentras una tumba, sientes una satisfacción que convierte a cualquier incomodidad corporal en algo puramente circunstancial. Horas después, ya finalizada la búsqueda, uno no está seguro de con qué propósito hizo todo eso, de qué tiene de especial tomar una foto a la tumba de Balzac, pero igual existe la satisfacción interna: los encontré a todos. Los visité a todos. Es como estar en sus casas. Debe ser, imagino yo, como visitar las mansiones de las estrellas en Hollywood: basta saber que allí dentro, detrás de esas murallas de roca, detrás de esa lápida marmórea descansa un cuerpo famoso para quedar satisfecho.

Las tumbas de La Fontaine y Molière.

Unos días después, te encuentras en la puerta del, mucho más modesto, cementerio de Montparnasse, porque la Torre Montparnasse estaba cerrada a esa hora y, sinceramente, esto de los cementerios no está nada mal. Otro mapa plegable, otro cementerio lleno de restos famosos, otra isla del tesoro. Visitas a Cortázar, a Beckett, a César Vallejo, a André Citroën - quien hace dos semanas ni siquiera estabas muy seguro de quién era- y le tomas fotos a sus tumbas, que ahora encuentras mucho más rápido porque, afrontémoslo, te estás haciendo un poco más experto en esto. Incluso te consigues a un conocido que hiciste allá en París... esto de los cementerios como que lo hace todo el mundo.

Y así, con la experiencia de los cementerios fija para siempre en tu cabeza, comprendes que lo único que estás haciendo es visitando restos de gente que, por alguna u otra razón, amó París lo suficiente como para querer que algún pedazo de ellos permaneciera para siempre en ella, en una pequeña casa especial. Sus piernas, cráneos, brazos y torsos descansan en paz bajo la tierra parisina. Entiendes que Cortázar amó París y te lo imaginas moribundo, pidiéndole a quien tuviera más cerca que por favor no lo alejaran nunca de esas calles, de esos puentes. A Beckett le habrá sucedido lo mismo, igual que a Ionesco, igual que a Baudelaire. Así, todos ellos escogieron descansar para siempre bajo esta tierra, con los ojos hacia ese cielo que, quién sabe por qué, significó tanto para ellos. Y tú... tú sencillamente te aprovechas de ese hecho, te aprovechas de que en París no hay suficientes cementerios como para enterrarlos a todos en uno distinto y los empiezas a visitar.

Eventualmente te empiezas a preguntar cómo se cotiza un metro cuadrado bajo tierra, cuánto le costaría a alguien como uno vivir o, mejor dicho, morir en una de esas urbanizaciones. Porque es que, y esto no te sorprende demasiado, hasta las calles del cementerio tienen nombre y número. Así que te empiezas a imaginar dónde querrías que descansaran tus restos. Dejas que tu imaginación vuele y te imaginas a algún turista, cien años más tarde, leyendo esa lista de nombres y diciendo "¡Mira! Francisco Souki está enterrado acá, vamos a verlo". Pero en realidad tú no amas París lo suficiente, sencillamente estás embobado con ella. Razonas que eres demasiado joven como para decidir de una vez dónde querrías que durmieran tus restos, si es que no optarías por la cremación. No, todavía no es tiempo para pensar en eso. Además, ¿Qué haría un venezolano enterrado en París? ¿Por qué no serías enterrado en Caracas? ¿Qué ameritaría, realmente, que sacaran tus huesos de tu país?

Y de repente algo, en otro lado de tu cerebro, hace clic. Caes en cuenta. Te detienes en seco. Miras a tu alrededor. ¿Dónde estás? ¿Dónde está el computador más cercano?

Unos cuantos días después te encuentras en la misma puerta, frente al mismo mapa del cementerio de Montparnasse. Repasas la lista una, dos, cuatro veces. Nada. Le dices al guardia que estás buscando la tumba de alguien, y él te dice que vayas a la oficina donde están los registros. Te preguntan cuándo murió, "Janvier", y su nombre completo... "Jesús Rafael Soto". Y dos minutos después tienes un nuevo mapa plegable en la mano, con una tumba agregada en bolígrafo y junto a ella un nombre que desde el principio debió haber estado en la lista.

La dirección completa de la nueva casa
de Jesús Rafael Soto.

Al principio no puedes creerlo. Entre estos muros, en algún lugar de esta isla, bajo alguno de estos tantos portales de piedra, descansa Jesús Soto. Te desplazas entre hileras y más hileras de lápidas y esculturas, hasta que logras restringir el área de búsqueda a una partición bastante pequeña del cementerio, probablemente a unas cien o doscientas tumbas. Es imposible concentrarse en los nombres de las lápidas mientras piensas en cómo será la tumba, a qué grupo pertenecerá... si tendrá esculturas, si alguien habrá dejado poemas, si estará enterrado junto a toda su familia. Incluso te preguntas si serás el primero que lo visita, más allá de sus familiares claro, que seguramente habrán estado aquí el día de su muerte y quién sabe cuántas veces después de eso. Así que te paseas una, dos, tres, ya no sabes cuántas veces entre las tumbas de tantos desconocidos, entre las casas de los nuevos vecinos de Soto, pero no lo ves por ninguna parte. Extiendes el campo de búsqueda, te detienes a leer cada nombre en cada tumba, ya no estás seguro ni de cuántas veces has leído cada nombre, has zigzagueado entre arreglos florales y sepulturas de piedra, pero la tumba de Jesús Soto se niega a revelarse. Y es entonces cuando un jardinero del lugar, con una regadera en la mano y una carretilla estacionada unos metros más atrás, se acerca a ti y te pregunta si te puede ayudar, te pregunta a quién estás buscando. Vencido, le sonríes y le entregas el mapa. El hombre mira la dirección escrita en el papel, el dibujo marcado en el mapa, y levanta la cabeza. Sus ojos se enchiquecen un poco y de repente se empieza a desplazar lentamente, sacando cuentas, haciendo cálculos. Y con la seguridad de un cartero buscando la morada de un destinatario, con la pericia con la que un chofer veterano atraviesa las calles de una ciudad que sus ojos vieron crecer, con la precisión con la que el hijo pródigo encuentra el camino a casa después de años de ausencia, se abre camino entre la multitud de lápidas y, en cuestión de segundos, te señala una tumba. Y tú no lo puedes creer.

La tumba de Soto, en el verano de 2005, era blanca. Blanca y nada más. No es difícil entender por qué le puedes pasar una y otra y otra vez por enfrente sin tomarla en cuenta. No tiene nombre ni año, y las flores que tenía probablemente hayan estado allí desde enero. Nadie sabe que está aquí, nadie lo visita pero, debajo de esta lápida blanca, yace el cuerpo de Jesús Rafael Soto. Tomando en cuenta que murió hace tan poco tiempo, probablemente sea cuestión de días que la tumba indique quién habita allí, que el inquilino coloque el nombre de la familia en el buzón. Pero mientras tanto nadie sabrá que aquí está Soto, a menos que se tome la molestia de averiguarlo. Esta vez la satisfacción de haber encontrado la tumba buscada era infinita. Era infinita porque el hecho de estar allí, frente a ese monumento blanco, implicaba todo un proceso que había empezado al dar el primer paso en aquel gigante cementerio de Père-Lachaise. Nunca hubiéramos llegado hasta acá sin comprar aquel mapa por tres euros, sin tomar aquella foto a Oscar Wilde.

Pero la travesía no estaba lista todavía. Salimos del cementerio y conseguimos la floristería más cercana que, por supuesto, no estaba nada lejos. Escogimos las flores menos feas de entre las menos caras, una macetita bien simple, y volvimos. Sobre la tumba, las flores se veían raras, como demasiado pequeñas para la gran masa blanca, como demasiado fuera de lugar en una tumba sin nombre. Le tomamos una foto a la tumba porque, al fin y al cabo, esa era una de las cosas que habíamos venido a hacer y la contemplamos un rato. Ya listos para irnos, tomamos un papel y escribimos en letras grandes "JESÚS SOTO", lo pisamos con la maceta e imaginamos lo mágico que sería para algún venezolano pasar por allí y mirar incrédulo el papel, las flores, la tumba blanca, el lugar donde yace un pedacito del cinetismo.

La tumba de Jesús Rafael Soto.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

No debe ser fácil escribir de cementerios y que sea algo especialmente entretenido, but you've done it. Qué fino te quedó Chipo, no sólo me encanta como está escrito sino que el montaje con las fotos quedó buenísimo. Congrats my friend, you've managed to capture the whole feel of a parisian cementery, algo que además recuerdo como una de las experiencias más finas en París, y sé que que no fue la última vez que vamos a haberlos visitado juntos, por lo menos no hasta encontrar a Jane Avril...

Patty.

Cuéllar dijo...

Haber estado ahí debió ser divertidísimo. Es impresionante las diversiones que conseguimos las personas, eh? Que intentamos buscar los cuerpos de personas que nunca conocimos pero que a veces sentimos cerca y que además pueda ser catalogado de hobby.

Anónimo dijo...

Guao, no había podido leer este antes y creeme que lo tenía pendiente y la verdad es que te quedó increible, te felicito, eres tremendo escritor, ojala pudiera escribir yo algo así, sería la niña más feliz del mundo...
te felicito nuevamente, la experiencia debe haber sido tremenda.
un beso
vero.5.corazones.