Hasta ahora, el tanque metálico había mantenido su hermetismo. El niño observa como una fisura finalmente se manifiesta sobre el cuerpo de la balsa improvisada y decide colocar todo su peso sobre ella por intermedio de su pie. Los trozos de óxido fosilizados devuelven la presión y una sensación de vacío en la planta del pie le confirma que el artilugio funciona. La histeria ha afilado sus instintos. La oscuridad le ha hecho olvidar que es niño. Hace dos días que el temporal lo convirtió en hijo único.
El padre contempla el horizonte con ojos desesperados por aferrarse a algo que rompa la monotonía de la masa azul que los llena desde hace días. Pero sus anhelos vacilan, indecisos, sobre lo que busca su mirada: aunque la tierra firme signifique la vida, no puede suprimir el deseo de conseguir la silueta del pasajero perdido. Gira la cabeza hacia atrás para sonreírle al niño y lo descubre adulto, pero también hambriento y visiblemente afligido. Hace muchas horas que sobreviven aferrados al vínculo paterno que los une, y nada más. Vuelve la mirada al frente y se percata de que a lo lejos lo espera una cinta oscura que recuerda haber visto sólo en sueños. Sabe que no alucina: el momento para eso pasó ya hace mucho.
Boca abajo, brazos como remos, el padre exprime sus fuerzas hasta el límite. Sorprendido por la soledad de sus actos, le basta mirar al niño por segundos para comprender que algo anda mal. El niño señala su pie y el pequeño riachuelo granate que de él emana. Intercambian miradas de entendimiento y cada uno continúa con su trabajo indispensable: se niegan a entregar a un segundo tripulante a la profundidad.
Las miradas de padre y niño están repletas de una confianza burlesca que parece provocar al agua, explicándole que nunca dudaron que llegarían a la costa de Florida. Finalmente los pies del padre tocan tierra. Emerge de la costa con el niño en brazos, como empujado por la marea. A la distancia, el tanque metálico se sumerge para siempre.