Colocó los pies sobre el suelo y lo sintió frío: también estaba descalzo. Intentó incorporarse, pero los pies cedieron ante el dolor que implicaba soportar su peso. Sentado de nuevo sobre su lecho dio rienda suelta al dolor por un instante, se llenó de él. Las punzadas comenzaron por los pies, pero luego las identificó también en las manos, cubiertas de astillas; una respiración profunda añadió agonía en las costillas y la espalda. Le sonrió al dolor y ahora sí se puso en pie. Se dirigió al campo tras doblar cuidadosamente la manta y colocarla donde hace minutos reposaba su cuerpo.
El aire fresco disparó en él la necesidad de hilar recuerdos para explicar su situación actual. La cámara, la ropa, las manos, la espalda: piezas de un rompecabezas con una solución que se mostraba elusiva. Nada más pensar en qué día de la semana sería disparó un dolor de cabeza insoportable. Arrancó a caminar.
Sus pasos parecían aliviar gradualmente la agonía. Se percató de una sensación de calma que lo había llenado desde el momento en que despertó en la cueva y, como por instinto, se volvió hacia ella. Desde la distancia reconoció las siluetas de dos personas y salió a su encuentro. La reunión ocurrió frente a la cueva, como si el evento hubiera sido programado con anterioridad. Las siluetas pertenecían a dos chicas a las que conocía desde hacía un tiempo. A unos metros de la entrada unos hombres, aparentemente dormidos, descansaban sobre el piso; no los había notado al despertar.
La teoría del encuentro programado se desbarató al notar que los rostros de las mujeres delataban sorpresa, casi disgusto, por encontrarlo aquí. Se limitó a preguntar "¿Dónde están los muchachos?". Lo refirieron a la casa de uno de ellos y se retiraron con prisa. Luego de verlas confundirse con el horizonte, procedió a su nuevo destino.
Cada metro recorrido parecía traer consigo un trozo de recuerdo, un pedazo de vida. La aspereza de la calle bajo sus pies lo llevó de vuelta días atrás. El ruido de la multitud le multiplicó las fuerzas. Al llegar a la casa se detuvo frente a ella y estudió la puerta: el momento había llegado, el dolor ya no existía. Esta vez las caras de sorpresa estaban en todos los rincones, pero una a una fueron mutando en alegría: era realmente él. Cuando la incertidumbre se redujo a un sólo portador, lo llamó a su lado y le dijo: "Ven, Tomás. Pon tu mano en mi costado".