Premisa: prohibido usar los verbos "ser", "estar" y "haber" y sus conjugaciones. Prohibido usar las palabras "que" y "porque". Narración en primera persona. Máximo 20 líneas en Times 12 (Word) y desenlace en máximo 4 líneas.
Tomé una Biblia en cada mano: de un lado, la copia fiel hospedada desde siempre junto a mi cama; del otro, su recién adquirido reemplazo. Contemplé el viejo ejemplar y me pregunté cómo disponer de él. Repasé sus heridas de guerra: esquinas gastadas, páginas rotas, lomo desprendido; no parecía viable regalarla. Tampoco guardarla, pues sólo tenía necesidad de una Biblia. Además, me daba vergüenza donar algo en ese estado. Consideré por útlimo echarla a la basura; al instante me sentí un poco menos cristiano.
¿Cómo disponía entonces la gente de sus viejas Biblias? Llamé a algunos amigos: muchos no tenían Biblia, pocos tenían la costumbre de revisarla – y la mantenían guardada en un estante – y ninguno me tomó en serio. “Guárdala donde quepa” parecía ser el consenso general entre ellos. Luego hablé con algunos Hermanos de mi viejo colegio: hombres de Iglesia con una visión religiosa extremadamente simple y clara. “Dónala, no importa cuán gastada se encuentre”, me dijeron. Si pudieran ver su verdadero estado no dirían eso, pensé.
Supuse entonces a miles de personas en mi situación e imaginé a las Biblias como objetos indestructibles. El miedo a la simbología implícita en el acto de destruirlas nos impediría para siempre deshacernos de ellas y un día nos encontraríamos ahogados en mares infinitos de Biblias, sin posibilidad de defendernos.
Llegué entonces a una decisión: puse la Biblia en una bolsa y la tiré por el ducto de basura. No lo hice para evitar ese futuro hipotético, ni para probarle nada a nadie. ¿La razón? El Único a quien me dolería ofender, pensé, seguramente no le daría importancia.
Tomé una Biblia en cada mano: de un lado, la copia fiel hospedada desde siempre junto a mi cama; del otro, su recién adquirido reemplazo. Contemplé el viejo ejemplar y me pregunté cómo disponer de él. Repasé sus heridas de guerra: esquinas gastadas, páginas rotas, lomo desprendido; no parecía viable regalarla. Tampoco guardarla, pues sólo tenía necesidad de una Biblia. Además, me daba vergüenza donar algo en ese estado. Consideré por útlimo echarla a la basura; al instante me sentí un poco menos cristiano.
¿Cómo disponía entonces la gente de sus viejas Biblias? Llamé a algunos amigos: muchos no tenían Biblia, pocos tenían la costumbre de revisarla – y la mantenían guardada en un estante – y ninguno me tomó en serio. “Guárdala donde quepa” parecía ser el consenso general entre ellos. Luego hablé con algunos Hermanos de mi viejo colegio: hombres de Iglesia con una visión religiosa extremadamente simple y clara. “Dónala, no importa cuán gastada se encuentre”, me dijeron. Si pudieran ver su verdadero estado no dirían eso, pensé.
Supuse entonces a miles de personas en mi situación e imaginé a las Biblias como objetos indestructibles. El miedo a la simbología implícita en el acto de destruirlas nos impediría para siempre deshacernos de ellas y un día nos encontraríamos ahogados en mares infinitos de Biblias, sin posibilidad de defendernos.
Llegué entonces a una decisión: puse la Biblia en una bolsa y la tiré por el ducto de basura. No lo hice para evitar ese futuro hipotético, ni para probarle nada a nadie. ¿La razón? El Único a quien me dolería ofender, pensé, seguramente no le daría importancia.