lunes, 30 de julio de 2007

Once in a lifetime... and never again

En algún punto de mi adolescencia, con casi total seguridad entre el '99 y el 2000, mi familia realizaba viajes frecuentes a Miami por razones de negocio; viajes a los que mis hermanos y yo -ellos mucho mayores y, por tanto, mucho más disgustados- nos veíamos arrastrados sin derecho a pataleo. Nunca nos gustó Miami como lugar vacacional, y el escenario repetitivo era el de los hermanos anti-playa sentados en la sala del apartamento, refugiados bajo el aire acondicionado y pasando el rato con la tele, los libros y ocasionalmente la piscina mientras los padres volvían de alguna reunión.

Por las noches íbamos regularmente a alguna librería americana gigantesca y nos echábamos por separado en las alfombras a leer como si estuviéramos más bien en una biblioteca. Mis ratos los pasaba en los estantes de humor o de juegos de video, a veces en los de literatura adolescente coqueteando con las primeras páginas de libros que no estaba seguro si pondrían a prueba mi inglés hasta niveles en los que inevitablemente me vería derrotado. Lo cierto del caso es que pocas veces me llevaba un libro a la casa, consecuencia de lo cual era que la televisión se convertía en mi principal distracción.

Por alguna u otra razón -tal vez para sacarme de mi miseria, tal vez porque en ese momento se le ocurrió que podía ser buena idea- mi hermano mayor me sugirió que comprara un libro: Harry Potter and the Sorcerer's stone. El acto de comprar el libro no lo recuerdo con claridad, pero sí recuerdo varios días consecutivos en los que no pude separar mis ojos de sus páginas. Ese libro, desconocido para mí y todavía no muy conocido para el mundo entero, condensó en sus páginas un simboismo inmenso en cuanto a mi crecimiento se refiere: la conquista del primer libro relativamente largo en otro idioma y la iniciación a la lectura por placer. Encantado con lo que encontré tras esa carátula tapa dura -¡qué intimidantes que eran las carátulas tapa dura para mí!- busqué desesperado el segundo volumen de la saga y eventualmente el tercero: los únicos que habían sido publicados hasta el momento. Los siguientes cuatro libros de la saga los compré el día de su publicación -con la excepción, creo, del quinto libro- y me los devoré cada uno en pocos días; la saga la releí unas cuantas veces, incluyendo la relectura religiosa que venía acompañada con la salida de cada libro. Si cuando cerré el primer libro alguien me hubiera dicho que todo eso pasaría, no lo hubiera dudado ni un momento.

Pero hubo algo que hasta ahora no comprendí, algo que me llena de alegría: mi descubrimiento de Harry Potter se vio envuelto en una especie de autonomía que me hace sentir a esos siete libros más míos, me obliga a colocarlos más cerca de mi corazón. Y es que antes de enamorarme de las líneas de los libros, no fui objeto de ninguna expectativa creada en su entorno, no sentí una presión a amar u odiar el libro, no existía esa especie de castigo a la indiferencia que acompaña a las obras de alto peso cultural, según el que se espera que cada ser inteligente formule una opinión personal con respecto a la obra y se atenga a ella. Hoy, 30 de julio de 2007, nadie es capaz de leer Harry Potter y olvidar que lo leyó; el libro arrastra consigo un peso tal que obliga al nuevo lector a evaluar sus páginas con ojo crítico: ya sea con o sin predisposición, es virtualmente imposible que alguien tome un libro de Harry Potter sin tener al menos una vaga idea de qué es lo que encontrará dentro.

Es así que entiendo que la oportunidad que tuvimos yo y todos los que empezamos a leer a Rowling hace tanto tiempo es prácticamente irrepetible. Así como no es fácil leer El Señor de Los Anillos, Cien años de soledad, Rayuela o Dracula (sin ánimos de comparar ninguna de las obras entre ellas) sin etiquetarlos como "clásicos" y sin sentir que las obras pesan entre las manos mucho más que el el peso acumulado de las hojas de papel que las conforman, será muy poco probable que algún niño se tope con los libros de Harry Potter accidentalmente y experimente gracias a ellos la sensación de haber realizado un descubrimiento invaluable; y aunque lo haga, le bastará con mirar a los lados para entender que antes que él hubo muchos más. Por eso hoy yo sonrío cuando entiendo que al cerrar ese libro aquel verano pude haber olvidado a Harry y sorprenderme luego al ver el revoloteo que se armó a su alrededor, pero que en cambio le abrí mi corazón y por mí mismo, apenas entrando en la adolescencia, decidí que lo que estaba leyendo me gustaba. Quién sabe si alguna vez en la vida tendré otra oportunidad como esa.