miércoles, 12 de octubre de 2011

Desesperanza

No sé cuántas veces había imaginado este momento: el momento en el que mi relación con Paula por fin se definiría en algo con nombre y apellido. Sentada frente a mí, me explicaba que ella y yo éramos diferentes, que no había química, que mi valor como amigo escapaba mesuras pero nunca se adentraría en lo romántico. Yo asentía y le regalaba toda mi cordialidad.
Paula fue un acertijo que tardé casi un año en descifrar - y cuando por fin di con la solución, me encontré con un “demasiado tarde”. El momento en el que nos dijimos que la fuerza de nuestro lazo era la amistad fue el momento en el que dejamos de ser amigos. La verdadera fuerza de nuestro lazo radicaba en la esperanza: mi esperanza remota en que mi sentimiento fuera correspondido y su esperanza en que yo pudiera aguantar un poco más en mi burbuja de sueños para no tener que decir adiós tan pronto.
Ese día pretendimos que la despedida era en verdad una nueva esperanza y cada uno exhaló por fin al llegar a su casa: nueve meses después de empezar habíamos revelado nuestras manos de póker y, para bien o para mal, había ganado la casa.