martes, 2 de agosto de 2011

Rompecabezas

Natalia y yo calzábamos como un rompecabezas. Y no en un sentido metafórico sino más bien en uno puramente físico. Podíamos dormir abrazados con una comodidad pasmosa - nunca, ni antes ni después, he podido conseguir la manera de amoldar mi cuerpo a ningún otro con tanta facilidad. Nuestros brazos eran cilindros de plastilina, nuestros cuerpos masa y molde. Cuando éramos uno, no había manera humanamente posible de conseguir la línea divisoria. El sellado era hermético - la integración, total. Nuestras fisicalidades, juntas, emulaban a una estatua de Shiva: dibujaban una harmonía casi mística, retrataban una paz que trascendía lo físico y penetraba en lo surreal.

La primera vez que desperté con ella en brazos, necesité cuatro minutos enteros para hacer sentido de mi posición inverosímil antes de siquiera abrir los ojos. Mi cuerpo se sentía pesado, caliente; mi humanidad se sentía compleja. En el desconcierto del recién despertado comprendí vagamente que lo que mi mente asumía como mi cuerpo no era sino la suma de nuestras dos humanidades. Me costó discernir la separación no porque me encontrara desorientado, sino porque la ranura que nos separaba era irreconocible. Cuando por fin abrí los ojos me conseguí una sonrisa vaga recostada sobre mi pecho, unos ojos sellados que descansaban serenos e imaginaban algún mundo fantástico y lejano. Cuando pienso en Natalia, mi mente salta inmediatamente a esa imagen, esa sonrisa, esa confusión de cuerpos.

Natalia y yo. Calzado perfecto.
Empuje las dos piezas hasta escuchar que hagan clic.

Clic.