martes, 15 de agosto de 2006

Lost&Found for puzzle pieces.

Su vida estaba hecha de canciones. De pedazos de canciones. De notas de canciones. Pero no cualquier nota de cualquier canción. Su vida estaba hecha de notas sin tocar, de las notas que esperas pero nunca llegan, las notas que, según tu manera de ver la vida, le irían mejor a la canción. Estaba hecha de esas notas que el compositor no descubrió, que harían que la canción fuera una mejor canción, que suplantarían a otras notas discordantes para convertir una canción en una melodía armoniosa. Esas notas que, a final de cuentas, no existen. Notas sin tocar. Notas que no son tuyas ni mías, así como tampoco son de él. Incluso aunque su vida esté hecha de ellas.

Su vida estaba hecha de oraciones. De pedazos de oraciones. De palabras sin decir. Estaba hecha de disculpas sin ser ofrecidas, de gritos ahogados, de te quieros acobardados, de últimas palabras que nunca pudieron ser. Su vida estaba hecha de lo que tú nunca pudiste decir, pero él sí dijo. Decía a sus amigos lo que tú nunca te atreviste a decir a los tuyos. Su realidad eran tus secretos y los míos. Sus mentiras eran nuestras realidades, sus escritos nuestros pensamientos. Vivía de poner palabras a lo que tú preferiste dejar en silencio.

Su vida estaba hecha de otras vidas. De pedazos de otras vidas. De momentos sin vivir. Su vida era tan tuya como mía. Tan de todos como de nadie. Tan suya como se lo permitieran los demás. Actuaba conforme no actuara el resto. Sus caminos eran los que tú elegías no recorrer. Cada puerta que cerrabas en tu vida era una puerta que se abría en la suya. Su realidad estaba compuesta por pedazos de otras realidades. Su yo, su él, su ella, su todo eran piezas ajenas a su mundo, piezas de rompecabezas diferentes, piezas que no calzan. Pero él hacía que calzaran.

Él es lo que tú pudiste haber sido. Sus manos las robó a un manco, sus pies a un veterano de guerra. La cabeza la tomó de un jinete, la vista de un pianista, la audición de un compositor, la voz de un pueblo oprimido, un ojo de un capitán pirata, una oreja de un pintor. La vida la tomó de un niño enfermo, los recuerdos de una anciana con Alzheimer, las ganas de vivir de un recién casado viudo.

El corazón me lo quitó a mí.

viernes, 11 de agosto de 2006

El punto y coma.

Ayer terminé de leerme un libro que se llama Eats, Shoots and Leaves, escrito por Lynne Truss. En la portada, debajo del título, el libro se autodefine claramente: "The Zero Tolerance Approach to Punctuation". Por supuesto, un libro así invoca como mínimo un reflejo de estirar el brazo y tomarlo del anaquel a ver qué es lo que es.

Es un libro pequeño y corto que, lamentablemente, está en inglés. Está en inglés porque Lynn Truss es inglesa, ni modo. No sólo es Lynne Truss inglesa, es también una persona que escribe muy bien y que es capaz de canalizar en unas cuantas páginas toda la rabia que tiene contenida tras años y años de toparse - en la calle, en el periódico, donde sea - con apóstrofos mal colocados y comas ignorantemente colocadas u omitidas. Así que a través de su pequeño libro intenta alumbrar un poco ciertas dudas sobre gramática y puntuación... en inglés, eso sí.


Lynne Truss, corrigiendo el afiche de una superproducción
de Hollywod, "Two weeks' notice", a la que se le omitió
el apóstrofo en los posters promocionales.

Claro, que esto a mí me vino como anillo al dedo, ya que al fin pude comprender ciertos misterios eternos del inglés, además que me enteré de cosas interesantes y cambié mi manera de pensar hacia algunas otras. El libro, en su totalidad, está escrito con una frescura demasiado inusual para un libro que, al fin y al cabo, trata sobre puntuación. Está lleno de anécdotas interesantes y ejemplos sobre cómo aplican diversos escritores las reglas o consejos que contiene, de manera que uno no se aleja nunca de la sensación de que la puntuación viene dictada, al fin y al cabo, por una sola regla magnánima: la del estilo propio. Más que enseñar a usar cada signo de puntuación, te hace entender cómo funciona, para qué se usa, cómo se ha usado a través de la historia, qué efecto puede tener en la cabeza de un lector; de esta manera, el libro busca, y logra, que el lector mejore y corrija su propio estilo de puntuación.

"En memoria de los huelguistas trabajadores de imprenta bolcheviques de San Petesburgo que, en 1905, exigieron que se les pagara la misma tarifa por los signos de puntuación que por las letras, precipitando así directamente la primera Revolución Rusa."
Así inicia el libro, de manera que todavía no has leído la introducción cuando ya estás tranquilo sabiendo que lo que viene no puede estar nada mal. De ahí en adelante son varios capítulos, cada uno tratando el uso de uno o varios signos de puntuación. Uno de los capítulos en particular, el que trata sobre el punto y coma, cambió mi manera de pensar. El punto y coma y yo nunca hemos sido muy amigos, en parte porque él es un poco misterioso para mí, pero principalmente porque nunca le he tenido cariño. Después de leer este libro la cosa cambió. No es que ahora sea un amante del punto y coma, pero al menos ahora lo tomo en cuenta.

Los dejo con un pequeño pasaje del libro el cual tenía pensado traducir, pero que decidí dejar intacto para no alterar las intenciones originales de la autora. Espero que lo disfruten.

But colons and semicolons – well, they are in a different league, my dear! They give such lift! Assuming a sentence rises into the air with the initial capital letter and lands with a soft-ish bump at the full stop, the humble comma can keep the sentence aloft all right, like this, UP, for hours if necessary, UP, like this, UP, sort-of bouncing, and then falling down, and then UP it goes again, assuming you have enough additional things to say, although in the end you may run out of ideas and then you have to roll along the ground with no commas at all until some sort of surface resistance takes over and you run out of steam anyway and then eventually with the help of three dots ... you stop. But the thermals that benignly waft our sentences to new altitudes – that allow us to coast on air, and loop-the-loop, suspending the laws of gravity – well, they are the colons and semicolons.
PD: Tengo el libro también en formato .pdf por si a alguien le interesa. Está un poco desastroso, pero es legible (no es escaneado, es tipeado) .

lunes, 7 de agosto de 2006

Oferta de Trabajo.

Muchas veces me pregunto dónde me gustaría trabajar. En realidad es una pregunta a la que todavía no le he encontrado respuesta definitiva, ni tampoco parezco estar cerca de hacerlo. De todas maneras, a veces me topo con cosas como la que muestro a continuación y pienso que pertenezco en una compañía como esa. Claro que lo más importante es definir de qué sería la compañía, en qué trabajaría yo específicamente, pero con ofertas de trabajo propuestas de esa manera no hay pele.

Creo que me gustaría apuntar a un ambiente de trabajo en el que las personas que están a cargo sean capaces de publicar anuncios como estos.



martes, 1 de agosto de 2006

Crónicas Parisinas: de cementerios y tesoros.

En París, los cementerios son museos.

Es difícil no sentir un poco de morbo, no asquearse un poco con la sensación de turista americano cuando, en short y polo, bajo el sol y con un mapa del lugar en la mano te oyes diciendo "¿Tú ves a Cortázar? Yo no lo encuentro por ningún lado". Pero es el mismo morbo que sentiste en el cementerio de Père-Lachaise con Oscar Wilde, con Molière, Seurat, La Fontaine, Pisarro, Edith Piaf... la misma sensación de turista americano que sentirás cuando te tomes la foto con la tumba de Ampère. Pero en ese momento, cuando sonrías junto a la tumba de aquel físico, orgulloso de estar parado junto a los restos de un hombre cuyo apellido usas cada vez que hablas de intensidad de corriente eléctrica, ya vas a estar demasiado acostumbrado.



Mi primera experiencia en un cementerio parisino fue en el cementerio de Père-Lachaise. A pocos pasos de alguna estación de metro, cruzamos una de las puertas y nos topamos con un gran mapa, uno de esos afiches aparatosos de centro comercial, con una lista de nombres ordenados alfabéticamente e identificados con números, como para poder encontrarlos en el mapa, y hasta con una flechita de esas de "Usted está aquí". Los nombres de la lista, por supuesto, eran los de la gente famosa enterrada allí. Yo, sin recuerdos previos demasiado claros de algún otro cementerio, cualquier otro cementerio, sencillamente no encontraba manera de entender la inmensidad de este. Compramos un mapita plegable por dos o tres euros y asumimos que lo siguiente que se hacía era seleccionar las tumbas que querías ver de aquella lista de nombres, duplicada en el mapa plegable. Entonces chequeamos los nombres que queríamos ver, trazamos en bolígrafo la ruta óptima sobre el mapa y empezamos a caminar. El mapa parecía pensado con un grado de imprecisión impuesto adrede, medido por un experto de manera tal que, entre el dibujo y la arquitectura propia del lugar, cada tumba tuviera una manera particular de conseguirse. Y así, dejas que cada tumba te sorprenda a su manera, algunas están entre arbustos olvidadas y cubiertas de maleza, algunas las consigues siguiendo a los guías turísiticos, otras casi te saltan encima desde la orilla del camino y otras tantas te hacen buscar el nombre del sujeto en cuestión entre una lista de nombres familiares tallados en piedra; unas cuantas evocan recuerdos y casi todas están cubiertas de flores, fotos, poemas, monedas o besos marcados en la piedra. Poco a poco, el cerebro empieza a aislar el mundo exterior y ni siquiera recuerdas que fuera de estos muros transitan carros, autobuses, peatones, personas con vida... olvidas que estás en la civilización, solo entiendes que eres tú, junto a tu equipo y tu mapa en la búsqueda del tesoro. Luego de algunas horas caminando, con el mapa rayado a medias y las piernas empezando a quejarse, empiezas a medir todo en pasos, empiezas a pensar con lógica de cazador, de arqueólogo, de pirata codicioso. Y cada vez que encuentras una tumba, sientes una satisfacción que convierte a cualquier incomodidad corporal en algo puramente circunstancial. Horas después, ya finalizada la búsqueda, uno no está seguro de con qué propósito hizo todo eso, de qué tiene de especial tomar una foto a la tumba de Balzac, pero igual existe la satisfacción interna: los encontré a todos. Los visité a todos. Es como estar en sus casas. Debe ser, imagino yo, como visitar las mansiones de las estrellas en Hollywood: basta saber que allí dentro, detrás de esas murallas de roca, detrás de esa lápida marmórea descansa un cuerpo famoso para quedar satisfecho.

Las tumbas de La Fontaine y Molière.

Unos días después, te encuentras en la puerta del, mucho más modesto, cementerio de Montparnasse, porque la Torre Montparnasse estaba cerrada a esa hora y, sinceramente, esto de los cementerios no está nada mal. Otro mapa plegable, otro cementerio lleno de restos famosos, otra isla del tesoro. Visitas a Cortázar, a Beckett, a César Vallejo, a André Citroën - quien hace dos semanas ni siquiera estabas muy seguro de quién era- y le tomas fotos a sus tumbas, que ahora encuentras mucho más rápido porque, afrontémoslo, te estás haciendo un poco más experto en esto. Incluso te consigues a un conocido que hiciste allá en París... esto de los cementerios como que lo hace todo el mundo.

Y así, con la experiencia de los cementerios fija para siempre en tu cabeza, comprendes que lo único que estás haciendo es visitando restos de gente que, por alguna u otra razón, amó París lo suficiente como para querer que algún pedazo de ellos permaneciera para siempre en ella, en una pequeña casa especial. Sus piernas, cráneos, brazos y torsos descansan en paz bajo la tierra parisina. Entiendes que Cortázar amó París y te lo imaginas moribundo, pidiéndole a quien tuviera más cerca que por favor no lo alejaran nunca de esas calles, de esos puentes. A Beckett le habrá sucedido lo mismo, igual que a Ionesco, igual que a Baudelaire. Así, todos ellos escogieron descansar para siempre bajo esta tierra, con los ojos hacia ese cielo que, quién sabe por qué, significó tanto para ellos. Y tú... tú sencillamente te aprovechas de ese hecho, te aprovechas de que en París no hay suficientes cementerios como para enterrarlos a todos en uno distinto y los empiezas a visitar.

Eventualmente te empiezas a preguntar cómo se cotiza un metro cuadrado bajo tierra, cuánto le costaría a alguien como uno vivir o, mejor dicho, morir en una de esas urbanizaciones. Porque es que, y esto no te sorprende demasiado, hasta las calles del cementerio tienen nombre y número. Así que te empiezas a imaginar dónde querrías que descansaran tus restos. Dejas que tu imaginación vuele y te imaginas a algún turista, cien años más tarde, leyendo esa lista de nombres y diciendo "¡Mira! Francisco Souki está enterrado acá, vamos a verlo". Pero en realidad tú no amas París lo suficiente, sencillamente estás embobado con ella. Razonas que eres demasiado joven como para decidir de una vez dónde querrías que durmieran tus restos, si es que no optarías por la cremación. No, todavía no es tiempo para pensar en eso. Además, ¿Qué haría un venezolano enterrado en París? ¿Por qué no serías enterrado en Caracas? ¿Qué ameritaría, realmente, que sacaran tus huesos de tu país?

Y de repente algo, en otro lado de tu cerebro, hace clic. Caes en cuenta. Te detienes en seco. Miras a tu alrededor. ¿Dónde estás? ¿Dónde está el computador más cercano?

Unos cuantos días después te encuentras en la misma puerta, frente al mismo mapa del cementerio de Montparnasse. Repasas la lista una, dos, cuatro veces. Nada. Le dices al guardia que estás buscando la tumba de alguien, y él te dice que vayas a la oficina donde están los registros. Te preguntan cuándo murió, "Janvier", y su nombre completo... "Jesús Rafael Soto". Y dos minutos después tienes un nuevo mapa plegable en la mano, con una tumba agregada en bolígrafo y junto a ella un nombre que desde el principio debió haber estado en la lista.

La dirección completa de la nueva casa
de Jesús Rafael Soto.

Al principio no puedes creerlo. Entre estos muros, en algún lugar de esta isla, bajo alguno de estos tantos portales de piedra, descansa Jesús Soto. Te desplazas entre hileras y más hileras de lápidas y esculturas, hasta que logras restringir el área de búsqueda a una partición bastante pequeña del cementerio, probablemente a unas cien o doscientas tumbas. Es imposible concentrarse en los nombres de las lápidas mientras piensas en cómo será la tumba, a qué grupo pertenecerá... si tendrá esculturas, si alguien habrá dejado poemas, si estará enterrado junto a toda su familia. Incluso te preguntas si serás el primero que lo visita, más allá de sus familiares claro, que seguramente habrán estado aquí el día de su muerte y quién sabe cuántas veces después de eso. Así que te paseas una, dos, tres, ya no sabes cuántas veces entre las tumbas de tantos desconocidos, entre las casas de los nuevos vecinos de Soto, pero no lo ves por ninguna parte. Extiendes el campo de búsqueda, te detienes a leer cada nombre en cada tumba, ya no estás seguro ni de cuántas veces has leído cada nombre, has zigzagueado entre arreglos florales y sepulturas de piedra, pero la tumba de Jesús Soto se niega a revelarse. Y es entonces cuando un jardinero del lugar, con una regadera en la mano y una carretilla estacionada unos metros más atrás, se acerca a ti y te pregunta si te puede ayudar, te pregunta a quién estás buscando. Vencido, le sonríes y le entregas el mapa. El hombre mira la dirección escrita en el papel, el dibujo marcado en el mapa, y levanta la cabeza. Sus ojos se enchiquecen un poco y de repente se empieza a desplazar lentamente, sacando cuentas, haciendo cálculos. Y con la seguridad de un cartero buscando la morada de un destinatario, con la pericia con la que un chofer veterano atraviesa las calles de una ciudad que sus ojos vieron crecer, con la precisión con la que el hijo pródigo encuentra el camino a casa después de años de ausencia, se abre camino entre la multitud de lápidas y, en cuestión de segundos, te señala una tumba. Y tú no lo puedes creer.

La tumba de Soto, en el verano de 2005, era blanca. Blanca y nada más. No es difícil entender por qué le puedes pasar una y otra y otra vez por enfrente sin tomarla en cuenta. No tiene nombre ni año, y las flores que tenía probablemente hayan estado allí desde enero. Nadie sabe que está aquí, nadie lo visita pero, debajo de esta lápida blanca, yace el cuerpo de Jesús Rafael Soto. Tomando en cuenta que murió hace tan poco tiempo, probablemente sea cuestión de días que la tumba indique quién habita allí, que el inquilino coloque el nombre de la familia en el buzón. Pero mientras tanto nadie sabrá que aquí está Soto, a menos que se tome la molestia de averiguarlo. Esta vez la satisfacción de haber encontrado la tumba buscada era infinita. Era infinita porque el hecho de estar allí, frente a ese monumento blanco, implicaba todo un proceso que había empezado al dar el primer paso en aquel gigante cementerio de Père-Lachaise. Nunca hubiéramos llegado hasta acá sin comprar aquel mapa por tres euros, sin tomar aquella foto a Oscar Wilde.

Pero la travesía no estaba lista todavía. Salimos del cementerio y conseguimos la floristería más cercana que, por supuesto, no estaba nada lejos. Escogimos las flores menos feas de entre las menos caras, una macetita bien simple, y volvimos. Sobre la tumba, las flores se veían raras, como demasiado pequeñas para la gran masa blanca, como demasiado fuera de lugar en una tumba sin nombre. Le tomamos una foto a la tumba porque, al fin y al cabo, esa era una de las cosas que habíamos venido a hacer y la contemplamos un rato. Ya listos para irnos, tomamos un papel y escribimos en letras grandes "JESÚS SOTO", lo pisamos con la maceta e imaginamos lo mágico que sería para algún venezolano pasar por allí y mirar incrédulo el papel, las flores, la tumba blanca, el lugar donde yace un pedacito del cinetismo.

La tumba de Jesús Rafael Soto.